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Mundos íntimos. Viví para servir, siempre austera: usaba ropa oscura y el apellido de mi marido. Cambié: soy libre, y artista.

La vida a veces no es una sola. Yo descubrí que se puede volver a nacer en cualquier momento en que te lo propongas. Y me lo propuse. No se trata de que me haya enfermado y visto la luz en el fondo de un túnel. En mi caso, todo cambió a partir de que enviudé. Entonces me di cuenta de que era posible hacer el movimiento que antes no me había animado. Elegir el cambio.

“Todo perfecto, te podés ir, las puertas están abiertas, te vas con todo lo que tenés, pero a los chicos no te los llevás.” Así terminó una discusión esa tarde trágica en el barrio de Flores durante el invierno de 1975. Estábamos en el primer piso de la enorme casa que teníamos. Él estaba parado justo delante de la biblioteca, en su escritorio, y yo me sentía tan pequeña y sola como cada día. Mis hijos eran lo único que me hacían feliz, y él también me los quería quitar. No tenía alternativa. No me fui.

Me enamoré a los 15 años de un hombre de 27, fue una fascinación adolescente y no tuve nadie que me advirtiera que eso no era amor. En mi casa, en mi infancia, el amor de mis padres tampoco era amor. Mi mamá hubiera preferido un marido que proveyera y no tener que mantener con su trabajo a la familia. Yo lo encontré, pero el dinero terminó significando el encierro.

Artista. ¿Ya desde pequeña Julia Funai mostraba un no sé qué especial para la expresión? Ella dice que nada la acercaba al mundo del arte, pero esta foto de cuando tenía dos años, vestida para el Carnaval de 1945, nos hace pensar que sí.

Buen mozo, siempre elegante, bien vestido, el padre de mis hijos llamaba la atención. Lo conocí en un baile de la colectividad japonesa. Yo me quería llevar el mundo por delante, no repetir la historia de mi madre, tenerlo todo y encontré a este hombre grande, inteligente y brillante que me superaba en conocimiento y experiencia, y me envolvió. La fascinación ganó lugar y solo con el tiempo me di cuenta de que era algo psicológico que no paraba de crecer: la dominación.

No estudié nada, no hice ni un curso, ni un taller. Por suerte sabía leer y las tardes se pasaban entre libros y música clásica; él no me dejaba escuchar otra música. El rock vino de la mano de mis hijos y para mí fue como abrir una ventana y respirar. Había vida del otro lado, aunque no pudiera ir por ella sabía que existía. Eso funcionaba, me permitía imaginar que mi hija sí podría tenerla.

Me casé a los 19 años. En esa época vivía de apariencias y de mandatos, era difícil decir “hasta acá llegué”. A los seis meses de la relación ya había sido consciente de la opresión que iba madurando. No podía hacer lo que quería, debía pedir permiso para todo. Pero yo no tenía el carácter ni la seguridad interna  para irme. Sobre todo, no tenía una madre que me diera un consejo, una mamá confidente que me ayudara a salir del miedo al qué dirán. Una mamá que valorara más mi vida y mi libertad que el compromiso de una boda que ya tenía fecha. Me dije “ya está”, me tengo que casar. La colectividad japonesa era una colectividad pequeña y yo sentía todas las miradas sobre mí.

Mi mamá era una mujer oscura, había tenido una vida difícil. Pero si me miro en mi propio espejo sé que nada te obliga a no salir de la oscuridad, hay una esencia de las personas que las define. Si tuviste una mala vida podés superarte y ser bueno. O tal vez no te pasó nada malo, pero tu esencia es negativa. Mi madre fue el sostén de la familia en una época en la que los varones tenían que proveer, denostaba a mi padre porque había fracasado con el mandato. Mi padre era un hombre bohemio y callado, había llegado muy joven de Japón y nunca más volvió a su país ni vio a su familia. No tuve comunicación con él, pero ocupaba el lugar del arte: era profesor de ikebana y de danzas. Creo que esa historia de desamor de mi infancia me dejó a los 15 a merced de un hombre 12 años mayor.

Artista. ¿Ya desde pequeña Julia Funai mostraba un no sé qué especial para la expresión? Ella dice que nada la acercaba al mundo del arte, pero esta foto de cuando tenía dos años, vestida para el Carnaval de 1945, nos hace pensar que sí..

Durante largos 39 años pensé que mi vida sería solo eso, sería así. Era una mujer adulta, tenía dos hijos a los que criaba y atendía, pero no podía elegir ni siquiera el color de mi ropa. Me vestía con lo que él compraba. Sobria, de negro, con suerte se me permitía un marrón chocolate. Era una ama de casa que no había estudiado y todo lo que debía hacer era atenderlo. Había una mujer que trabajaba en casa pero yo cocinaba. La mesa debía estar impecable y la presentación de la comida debía ser perfecta, la comida japonesa es complicada y meticulosa y aprendí a cumplir. Las represalias a un error eran horribles, así que me acostumbre a ser perfecta a su medida. Era completamente infeliz.

Él era elegante, siempre de camisa blanca, traje azul, sobretodo, de punta en blanco: Dior. Yo, siempre de negro: sin amigas, sin estudios, sin sueños. Intenté varias veces terminar con todo eso pero él siempre pudo más. Así quedé atada hasta su muerte y más allá también.

Me dediqué a vivir la vida de ama de casa, a cuidar y acompañar a mis hijos, que son las personas que más amo. Los únicos recuerdos felices que tengo de esa etapa son cosas que sucedieron con ellos. Pero yo me sentía muerta por dentro.

No puedo recordar el día en que usé un pantalón por primera vez, aunque estoy segura que fue a los 55 años. Busco en mi memoria dónde lo compré o qué me llevó a elegir un pantalón: fue uno de los momentos más desafiantes de mi vida. Elegir mi ropa y elegir un pantalón desafiaba todo en lo que me había convertido. Puede sonar como una tontería pero estaba rompiendo un mandato que me había perseguido por cuatro décadas.

Una gran aliada en esos días fue mi nuera. Yo no tenía amigas, no se me había permitido tenerlas y al final una se acostumbra a que los vínculos sean lo mínimo indispensable según el criterio de tu marido.

Con mi nuera fuimos a la peluquería. Desde las primeras canas me había teñido color ciruela, negro pero no tanto. El peluquero me insistió en que me hiciera unas mechas y yo me animé: ¡Sí, yo, Julia, la mujer que no debía resaltar ni hacerse notar, me había hecho unas mechas! ¡Me encantó! Ahora no dejo de jugar con mi pelo como con todo en mi vida.

Igual nada fue tan rápido ni tan fácil como parece cuando lo cuento. Soltar de verdad me costó por lo menos 10 años. Una vez por semana cumplí con el ritual de ir al cementerio, me daba terror que pudiera hacerme daño desde donde estuviera. Pero a medida que fui encontrando mi camino también empecé a dejar de ir. Su exigencia antes de morir fue que lo visitara una vez por semana como para que no olvidara quién mandaba aún después de muerto.

Esos primeros años fueron duros. Había estado con él desde tan joven, no sabía realmente cómo continuar viviendo. Pese a que me había quedado un buen pasar económico, deambulaba por las calles en busca de una respuesta que ni las brujas del barrio podían darme. Hacía años que me encontraba sumida en el silencio.

Nunca había estado sola. Nuestra primera casa era realmente enorme, quedaba en Directorio y José Martí, tenía pileta y siempre las tardes se llenaba de los amigos de mis hijos. Yo les preparaba torres de panqueques y los escuchaba reírse, y en sus carcajadas yo salía un poco de mi soledad. Esta casa, que es en la que enviudé y en la que me convertí en artista plástica, la pude resignificar con mis obras y mi desorden. Es una casa-taller, acá doy clases y mis amigas y amigos vienen. Y aunque todo sea un desorden no me molesta. Así soy yo hoy a mis 78 años. Mi rutina es hacer lo que me haga bien.

Apenas enviudé, mi hija acababa de ser mamá y trabajaba. Los domingos iba a su casa para compartir tiempo con mi primer nieto, Facundo. Mi hijo es médico y los domingos hacía guardia. Entonces empecé a buscar alguien que me dijera cómo iba a ser mi futuro. Cada comercio al que entraba y encontraba un cartelito que dijera “tarot”, anotaba el teléfono y hacía una cita: domingo 17 horas. Salía de casa, me tomaba un café en algún lugar y escuchaba versiones de lo que iba a lograr. Eran tardes de brujas y deseos que nunca llegaban.

Un día me acordé de que una de las coordinadoras de Dieta Club hacía Flores de Bach. Busqué su teléfono pero me dijo que no. “No funciona así, no te puedo dar flores para la soledad o la tristeza”, debíamos tener una entrevista y la tuvimos. Ya muchas veces había escuchado que lo mío era el arte, pero el arte y yo nunca tuvimos nada que ver. Cuando se lo mencioné ella recordó que otra mujer del club, María Elena, enseñaba arte japonés y me prometió el teléfono.

María Elena enseñaba en Villa Luro, como tenía dinero fui a una librería y compré todos los materiales inmediatamente. Detrás de mostrador, un cartel decía: “Clases de muralismo, acrílico, óleo…” llamé y empecé con Lola Frexas. De repente todos los días tomaba clases, pintaba y mi vida comenzó a florecer.

Como pintora firmé durante años con el apellido de casada. Me hice un lugar en el Jardín Japonés donde se exhiben mis murales. La comunidad me decía que mi estilo no era clásico, no encuadraba con el Suibokuga ni con el Nihon Ga y viajé a Japón a tomar clases para ver cuál era mi estilo, si ellos tenían razón o no.

Una sobrina, que vive allá desde hace más de 30 años, me recibió y me mostró un mundo maravilloso. Amé y amo los murales pero la edad no me los permite: es cosa de gente joven, trepar y estirarse. Desarrollé una técnica acorde para mis 78 años. Pinto sobre la mesa y en hojas, después ensamblo las partes y las amuramos como un rompecabezas. No hay nada que una no pueda hacer si se lo propone.

La pintura traía todos los colores que me habían faltado y me ayudaba a reencontrarme con las picardías que habíamos hecho con mi hija para enfrentar la oscuridad de su papá.

No me fui por ellos y no me fui por mí porque, ¿quién sería yo si los hubiera dejado? Creo que todo lo que pasé me permitió llegar a quién soy ahora. Si me hubiera ido el día de aquella discusión me hubiera ganado otra oscuridad. Soy malhumorada pero no soy rencorosa. Nada de lo que aprendí de mi mamá lo usé con mi hija. Siempre la escuché y hasta mentía para que ella tuviera lo que quería.

“Criaste una prostituta”, repetía el padre, cada vez con más frecuencia. Estoy segura de que crié una mujer maravillosa, capaz de encontrarse con sus deseos, que estudió, encontró un compañero y formó una familia. Una mujer que ayuda a su hermano y a mí. La casa de Flores es para mí un mal recuerdo, no tengo nada que atesorar, con los años tiré todas las fotos de esa historia que parecen un pasado lejano. Mi hija sabe y me entiende. Creo que la hace feliz que haya encontrado mi espacio, mi nueva vida.

Con mi hijo es más difícil, él se enoja. Lo enoja que no quiera pagar más el nicho donde descansa su padre, lo enoja que haya recuperado mi identidad, mi apellido de soltera. No va a ver mis murales en el Jardín Japonés, no se encuentra con esta que soy yo ahora. Me entristece. Pero bueno yo ya elegí mi camino y no voy a volver a encerrarme.

Soy Funai. Tardé años en volver a usar mi apellido de soltera. Soy hija de mi padre, el artista. Tengo un estilo propio en la pintura y ha sido aceptado por la colectividad y aprobado por mis maestros en Tokio. Soy Funai. Me visto de colores, rompo esquemas, no cocino salvo que quiera, me rodeo de gente joven. Tengo amigas a las que les agradezco que quieran estar conmigo. Ya no tengo plata como antes, pero la gasté en aprender mi pasión y en viajar para encontrarme con mi destino. Visité el pueblo de mi papá, me encontré espiritualmente con él, le agradecí este legado artístico.

Soy Funai, ya no hay encierro posible para mí. Todos podemos elegir un nuevo camino.

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Julia Funai. Artista plástica dedicada a la pintura en acuarela, expresa su deseo de libertad en cada obra. Expuso en galerías de Argentina y Nueva York. Desde sus comienzos fue una pintora distinta ya que combinó varias técnicas para dar como resultado su propio estilo “Acuarela Funai”. Es miembro de notables de la Fundación del Jardín Japonés, lugar donde tiene su segunda acuarela mural. Ha creado una escuela digital que enseña a mujeres de distintas edades a ingresaren el mundo de la pintura (www.juliafunai.com). A sus 78 años siendo abuela de 4 nietos, reconoce que es el momento más pleno de su vida. Ama las reuniones, le encanta recibir amigos y alumnos para compartir una mesa.

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