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Mundos íntimos. Cuando mi hermano gemelo murió, yo estaba lejos pero tuve una triste visión: supe que él había partido.

El profesor de Química nos hace pasar al frente de la clase. Con Jorge somos el ejemplo perfecto para la explicación sobre los isómeros, dos moléculas idénticas que, si se les agrega un componente, se transforman en otro elemento distinto. En ese mismo momento el profesor me entrega una manzana y hace estallar de risa a nuestros compañeros. Con la fruta en mis manos me transformo en otra cosa distinta a mi hermano mellizo.

Durante toda nuestra infancia y adolescencia vestimos las mismas ropas, cursamos el colegio primario y secundario juntos, incluso elegimos el mismo oficio laboral. Recorrimos teatros con nuestro sketch humorístico, compartimos anécdotas, estuvimos dos años sin dirigirnos la palabra.

1953. Los gemelos Hugo y Jorge Martínez de León (segundo y tercero desde la derecha) con sus padres y hermanos.

El fin de la etapa juvenil coincidió con las primeras discusiones fuertes. Cada vez que realizaba una acción para diferenciarme, Jorge me lo reprochaba de manera sistemática. Yo no podía entender por qué algunos conflictos menores ejercían distancia en nuestra relación, por qué peleábamos por cosas tan insignificantes. Ya de grandes, las discusiones se transformaron en peleas. Gracias a la terapia pude identificar la superficie de esos reproches y no enojarme por lo que palpitaban en sus profundidades. Descubrí una luz de verdad: estábamos inmersos en una lucha por la identificación. Y, quizás, estos desencuentros nos ayudaban a asentar nuestras propias personalidades, a independizarnos del cordón umbilical invisible que nos unía. Y también nos ataba.

Pero vamos por partes.

En casa éramos cinco hermanos y dos gemelos, aunque siempre sobrevolaba la fantasía de que en realidad éramos uno, y nosotros alimentábamos esa fantasía. Todas las tardes jugábamos a la pelota en nuestro barrio el Prado de Montevideo, el lugar donde vivimos hasta los 20 años, cuando cruzamos el charco y nos vinimos para Buenos Aires. Entonces jugábamos en equipos distintos y siempre sacábamos provecho de la situación. Les pedíamos la pelota a los rivales, que nos la pasaban creyendo que éramos el otro. Una vez en la escuela Jorge no había estudiado para el examen oral de inglés que yo ya había aprobado, y lo cubrí: -Martínez, ¿usted no rindió ya conmigo?

Respondí que no y Jorge sacó diez. Él también me cubrió la espalda, ya de grandes. Trabajaba de administrativo en un laboratorio cuando me surgió la posibilidad de escapar al Uruguay con una novia de entonces. Tomé el Buquebús sin necesidad de pedirle permiso a mi jefe: en la oficina estaba Jorge haciéndose pasar por mí. Cuatro días duró mi luna de miel, al mismo tiempo que trabajaba en la oficina. Nos divertían muchísimo esas picardías.

1984. Hugo Martínez de León, Hermano Alfonso, director del Colegio donde estudiaron, y Jorge.

Era tan buena nuestra química que empezamos a hacer shows en casas de amigos. Parodiábamos noticieros informativos y títulos de diarios. Por ejemplo, uno leía “crimen del autódromo”, y el otro respondía: “hay una pista”.

Nos empezó a ir bien, tan bien que pasamos de los sillones a las butacas. Recorrimos teatros de San Telmo, Villa Gesell, Rosario y Montevideo, y los críticos fueron muy generosos con nuestra propuesta. Pero en la última función, con todas las entradas vendidas, me dejó varado sin asistir. Nunca me dio explicaciones ni me pidió disculpas. Era nuestro primer chispazo.

Una tarde fui a participar de un programa televisivo de Alberto Badía. Volví a casa y él estaba ofendido: cómo podía ser que estuviera mirando la televisión y, de repente, su cara aparecía en el programa más visto del país. Otra vez fuimos al Estadio Centenario y, en un grito de gol, a Carlos, mi hermano mayor, se le escapó un encendedor regalado por papá. Se desesperó al tantear su bolsillo y percibirlo vacío. Pero Jorge me lo dio para esconderlo, y se lo devolvimos meses después para el cumpleaños. Yo culpé a Jorge y estuvo una semana sin hablarme.

Las tensiones fueron escalando. Por ejemplo, cuando le alquilamos entre los dos un departamento a mamá. Tuvimos una discusión por el presupuesto, elevamos el tono de voz y casi nos vamos a las piñas. Como esa otra vez en el bar, cuando nos separó nuestro hermano mayor. Le había dicho que me había encontrado una amiga en la calle y que le mandaba saludos. Eso fue todo. Y desató nuestra disputa física.

En su momento también había surgido la posibilidad de hacer la segunda parte del show de Los Mellizos, pero no volvimos al teatro por otra discusión zonza: quién interpretaba al personaje de Chasman y quién a Chirolita. Estuvimos meses sin hablarnos a raíz de ese altercado.

Décadas después le adeudaba un dinero a Jorge. Me dijo que, como forma de pago, aceptaba que yo escribiera cuentos con el escenario del fútbol como fondo. Le entregué una carpeta con 8 cuentos que se llamó “El relator”. Pero no estaba contento y me increpó: -¿Por qué lo firmás vos solo? Yo te di la idea.

Aunque no parezca, con Jorge teníamos personalidades distintas. Él era buen dibujante y gracioso. Yo no dibujo tan bien y tengo un perfil más analítico. Cuando escuchábamos a Los Beatles, por ejemplo, prestaba atención a los acordes de la guitarra y él a las letras de las canciones, tratando de encontrar algún juego de palabras para hacerlo divertido. Él trabajaba en una revista de música clásica y yo me dediqué a la investigación histórica del fútbol. En su momento, él había sido el primero en conseguir empleo y me había propuesto trabajar juntos, pero sentí la necesidad de construir mi propio camino. Así, nos bifurcamos dentro del mismo oficio. Ambos nos dedicamos al periodismo pero en ámbitos diferentes, lo que enriquecía nuestras charlas. Éramos devotos de las reuniones interminables en cafés de Buenos Aires, regamos juntos todas las mesas de la Ciudad con anécdotas cruzadas de nuestras disciplinas. Debo confesar que teníamos los mismos gustos en casi todo, y escuchar al otro era casi como escuchar el devenir de la propia conciencia interna.

Todavía recuerdo el brillo de sus ojos cuando me contó que había incomodado a Plácido Domingo en una conferencia de prensa. Le había preguntado sobre qué necesidad tenía de grabar un disco de tango, rol para el que no estaba capacitado. Y el cantante lírico más reconocido del mundo le respondió con ironía: “Vaya, aquí tenemos al purista”. En efecto, mi hermano había sido muy incisivo en su embestida, pero en el fondo tenía razón: el disco era un espanto.

Por mi parte escribí un libro sobre la rivalidad histórica entre Boca y River, dos opuestos que se retroalimentan. A Jorge le encantaba escuchar el progreso de mis estudios, que abarcaron a todos los clásicos del fútbol en general. Ahí fuimos dilucidando juntos que los involucrados no son equipos necesariamente antagonistas. Ambos se necesitan, viven en una relación de interdependencia como nosotros los gemelos. Es falaz cuando una tribuna le grita a la otra que no existe. Sí existe, y gracias a eso existimos nosotros, los de la contraria. Sin rivalidad no seríamos nosotros mismos. Nos faltaría una parte fundamental.

Con Jorge teníamos una sintonía telepática demasiado evidente. A los catorce años estuvo a punto de ahogarse en el mar durante unas vacaciones en familia. Un amigo en común logró rescatarlo. Yo me había quedado en el departamento porque estaba engripado y mi madre cuenta que, a la misma hora del susto de Jorge, empecé a toser y atorarme de un modo casi diabólico. Sin saberlo, me estaba ahogando con él.

Ya de grandes, él se fue de vacaciones a España y yo a Estados Unidos, invitado por una revista donde trabajaba. Cuando nos reencontramos de nuestros respectivos viajes nos habíamos hecho el mismo regalo: la biografía de Groucho Marx. Él me la regalaba en español y yo en inglés. La nuestra era una conexión que solo los hermanos mellizos podemos entender.

Aunque la similitud física tenía su lado oscuro. En una fiesta, una invitada tuvo un ataque de nervios al vernos entrar juntos. Decía que éramos demasiado iguales. A mi nieto bebé no podíamos pasarlo de brazo en brazo. Se asustaba muchísimo al ver dos caras idénticas balanceándolo. Leí por ahí que algunas tribus africanas abandonaban en la selva a las madres de mellizos. Las echaban de la aldea porque “traían mala suerte”. A todas estas conjeturas se las conoce como superstición del espejo. En nuestra cultura, romper un espejo es sinónimo de magia negra y demás oscuras conjeturas. Se cree que, al romperlo, el alma quedará encerrada en pedazos rotos.

Y yo rompí el espejo cuando conocí a Diana, mi novia de entonces y esposa desde hace cuarenta años. La familia nunca me lo perdonó. Jorge tampoco, aunque entendí en terapia que era su manera de marcarme la cancha por la separación gemelar. Diana venía a romper nuestra unidad con Jorge, era la manzana que nos transformaba en distintos elementos químicos. Los almuerzos familiares eran cada vez más tensos y ella, por su parte, hacía gala de un estilo frontal, sin guardarse nada. Hasta que la situación estalló.

Una tarde estaban nuestros hijos jugando de manera peligrosa. Mi hermano mayor les pegó un correctivo a cada uno. Esta situación enfureció a Diana, que increpó a mi hermano. Este enfrentamiento se elevó a los gritos y mi familia le hizo la cruz de manera definitiva.

Para colmo, la aparición de Diana coincidió con la pelea más grande que tuve con Jorge. Yo quería organizar una reunión con primos del Uruguay y él se opuso. Estaba ofendido por el destrato hacia papá cuando se había quedado sin trabajo, motivo de nuestra mudanza a Buenos Aires. Había rechazado la unión con esa parte de la familia y no me parecía una decisión justa, por lo que nos distanciamos. Ahora éramos cuarentones y teníamos una necesidad imperiosa de independizarnos del hermano gemelo.

El reencuentro se dio dos años después, gracias a la constante insistencia de nuestra madre y hermanos. Acordamos reunirnos vía mail, para obstaculizar cualquier cruce de palabras y evitar oír la voz del otro. El almuerzo en Puerto Madero empezó con reproches cruzados, pero la comida nos fue ablandando, nos dimos un abrazo y terminamos de limar asperezas.

Mis hijos tenían una excelente relación con Jorge. Un mes antes de que él cayera enfermo compartimos un asado en casa y la pasamos realmente muy bien. Aunque por mi parte sentía una distancia con mis sobrinos. Siento que era culpa de Jorge por ese hábito de poner distancia en sus “dominios”. Federico, su hijo varón, describió con certeza una característica de su personalidad: estaba en el centro de un círculo donde no permitía que nadie entrase, ni su familia ni sus amigos. Era unidireccional y se aferraba a eso.

Sus últimos días de felicidad los vivió en Córdoba. Trepó cerros y caminó con forzado equilibrio entre las piedras, cuando el Parkinson había transformado cada paso suyo en una proeza. Después la cuarentena deterioró su salud. Hablábamos por teléfono todos los días sobre la Celeste, medios de comunicación, historia y demás temas que merodeaban su zona de confort. Pero ya estaba muy enfermo. Caia, mi hermana, me avisó que Jorge no estaba bien. En sus alucinaciones me nombraba permanentemente. Empecé a sentir su ausencia y me golpeó la inminencia de su partida.

Supe antes que nadie de su muerte. Estaba semidormido mirando una película a la madrugada. De repente, una visión cruzó mi mente: Jorge estaba muerto. Hasta en ese momento final la telepatía nos unió. Horas después recibí un llamado que confirmaba la noticia.

¿Por qué ya nadie me confundirá con él ni reproducirá, como un juego de espejos, la eterna selección uruguaya, medios de comunicación, la histórica travesura de la semejanza?

Jorge se llevó una parte de mí. Porque éramos uno, a pesar de todos nuestros problemas y de los intentos de independencia. Ahora soy otro. Soy un elemento químico distinto desde que él se quedó con nuestra manzana.

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Hugo Martínez de León. Periodista, escritor y músico. Considera el humor como una herramienta eficaz de comunicación. Su primera novela, “El baile y la procesión” fue finalista en un concurso de Oviedo, España. Un ensayo sobre “La historia de la obscenidad” fue traducido al italiano. Escribió una comedia musical, “Irma, el pueblo no te culpa”. El fútbol es otra de sus pasiones. Hincha de Vélez, publicó varios libros sobre la historia de ese deporte, entre ellos, el Superclásico, la vieja rivalidad que se repite en todas las geografías. Escribió sketchs y canciones para una obra que representó junto a su hijo Mauro: “¡Qué querés, con ese padre!” Sus módicos placeres son la playa, el bosque e ir con Diana los miércoles a buscar a su nieto Ramiro al colegio.

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