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Incendios: no miren solo a Corrientes

El fuego provocado por las manos del hombre arrasa con una enorme cantidad de hectáreas en distintos puntos del país.

Hoy 09:17

Por Claudio Campagna (*), en el diario Clarín

Vivo en un campo de la Patagonia costera. El 1° de enero de este año transcurría a paso de tortuga. Día típico de verano: viento seco, caliente y constante. Al mediodía, el horizonte mostró, hacia el norte, una columna de humo como de chimenea. El fuego estaba a 50 kilómetros. A las dos de la tarde, la columna era una cortina a 30 kilómetros. A las seis hubo que evacuar.

Dos años antes, febrero 2020, el fuego vino del oeste. Casi todo el campo quedó lunar. El incendio de inicios de 2022 hizo estragos con lo que había quedado en pie.

El avión se aproxima a Trelew, proveniente de Buenos Aires. Los pasajeros miran el paisaje. El campo se muestra en dos colores, verde planta y amarillo pasto, de la tierra incendiada. Predomina el amarillo. ¿Será que todos los rayos caen cerca de la Patagonia poblada?

Hay dos formas de “fuego ambiental”, de ese que arrasa hectáreas. Un rayo cae e incendia. El ser humano es aquí inimputable.

La otra modalidad lleva la impronta humana. Es el fuego que predomina cuando se arrasa estepa, cuando solo quedan en pie troncos de carbón en los bosques andino-patagónicos, es el que prevalece cuando se mata en los ambientes frágiles de Córdoba y aún más frágiles de Corrientes. Allí está el ser humano, por acción y omisión. Son los incendios de la maldad, la negligencia, la desidia.

Se podría anticipar un gran meteorito que apunte al planeta. Aquí no hay tutía. Distinto es un incendio de bosque, monte, estepa o pastizal. Aquí sí hay tutía, ocurre lo predecible que es evitable.

Es una máxima que los problemas del ambiente se entienden globalmente, pero la puesta en práctica de las acciones que los corrigen debe ocurrir in situ. Dicho más corto: pensar globalmente, actuar localmente. La máxima parece racional, después de todo el “ambiente” es uno, no medio.

Es así que las sequías en Australia hacen eco con las de África. Lo mismo con las inundaciones, las tormentas… y los fuegos. Cada lugar con su variación, obviamente.

Concebido el problema sin fronteras, se lo baja a la quinta de un país para actuar localmente. Argentina, verano, el termómetro hierve, el clima se retuerce y de agua ni una gota. ¿Qué podría pasar? ¿Nos debería preocupar el meteorito?

A esta altura el tema suele derivar en consideraciones económicas, políticas y sociales. Entran a jugar los datos. Tantas hectáreas aquí, tantos kilómetros allá. Tal porcentaje aquí, tal otro en otra parte. Millones, cientos de millones, siempre es importante hablar de millones. Pega bien decir “se debería,” o “habría que haber hecho,” y más todavía “es tu culpa,” o “es la culpa del otro”. No es así como se representa y evalúa el daño.

El 4 de enero volví a mi casa. No quedó planta en pie hasta el cortafuego de la ruta. El suelo es gris, exangüe. Aquí y allá animales quemados, silvestres y de los otros. Donde se mire asoma la destrucción, la reciente y la de hace dos años. La tristeza es pura.

Por la tarde de ese día, el viento fue en aumento. Las cenizas se elevaron hacia el cielo, tantas y tan densas que oscurecieron nada menos que al sol del verano. Arden los ojos, pica la garganta, no es Covid. El vendaval durará dos días. En la semana se espera otro, y otro… y otro.

Un campo o un bosque arrasados no se “recuperan”. La vida no lo abandona, pero en 20, 30, 100 años, aún no será lo que fue. La vida es resiliente, dicen. Quieren expresar que no se la mata fácil. Simple ese concepto, simplista diría. Depende de qué cosa se mida, de cómo se considera lo que dejó de pasar mientras se esperaba que todo volviera a nada parecido.

Con el meteorito alcanza con no mirar para arriba, así lo cuenta DiCaprio en una película reciente. Con el cambio forzado del clima alcanza con afirmar que no pasa. Con el fuego es distinto, se impone al campo visual.

Corrientes es hoy una gran luz roja en la autopista de la degradación ambiental. Mañana quedará eclipsada por otras luces, noticia tapa noticia.

Mientras tanto, la vida en el campo de la costa patagónica es otra. Agradecido por tener la casa en pié, como los que vuelven y encuentran palos negros en vez de bosque, pero la puerta se abre y el pequeño mundo humano se conserva. Los bichos muertos, cada planta que ya no existe, es otra cosa. Algunos lo miran como “recurso” perdido. La calculadora los tritura, la pérdida se registra en moneda… en millones, por favor.

Lo importante pasa. Lo importante es que los incendios de 2020 y 2022 tienen lugar de inicio y, muy posiblemente, nombre y apellido. No hay crimen, nadie paga. Lo mismo en Córdoba, en el Chubut andino y en Corrientes.

¿Pensar globalmente? Adelante, pensemos en el Amazonas, se quema hora a hora. ¿Y el gobierno de Brasil? El gobierno promueve.

Si hay algo que importa poco, con los fuegos de Corrientes, es el acaloramiento político. Irrelevantes las declamaciones. Importa sí notar que nadie a cargo expresa vergüenza. Hay carencia de esa virtud, saber que se ha sido negligente sin acusar el golpe. La ley no condena la negligencia con la moneda que le corresponde: la vergüenza pública.

Hoy padece la tierra correntina, la precaución cayó derrotada a manos de las instituciones nacionales y provinciales. Vergüenza para ustedes, gobernantes negligentes. No gasten palabras inútiles, no alcanza ni con las que se pide perdón. Habrá que tener memoria.

(*) El autor de esta columna es médico (UBA), doctor en Biología (Universidad de California) y conservacionista.

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