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Mundos íntimos. Encontré las cartas desesperadas que nos enviamos con mi novio: cómo se hablaba de amor 40 años atrás.

Los primeros meses de la pandemia los aproveché para cambiar cosas de lugar en la casa y tirar lo que ya no sirve. En uno de esos arranques de orden y limpieza, encontré una caja con papeles de otros tiempos. Entre ellos había un paquete de cartas atado con un hilo. Recordé inmediatamente de qué se trataba: era la correspondencia que había mantenido entre 1981 y 1982 con mi novio de ese entonces. Alberto estaba haciendo la conscripción en la Marina, en la Base Aeronaval de Punta Indio. Yo vivía en la casa de mis padres, en José Mármol. Los sobres tenían remitentes que remitían a otra época, nada menos que a mi adolescencia. Las 39 cartas, entre las mías y las de él, estaban rigurosamente ordenadas por fecha. Tomé la primera y, con una mezcla de curiosidad y emoción contenida, comencé a leer.

Mi amor: Te super extraño. Aunque sea una gansada, me siento –en este momento– unido a vos, porque yo ahora estoy escribiendo la carta y vos ahora la estás leyendo.

Acá la paso como pensaba que la iba a pasar. Sutileza.

Fotos carnet. La autora, Cecilia Blanco, y su novio Alberto en la época en que se enviaban sus alegrías y desazones por cartas que perduraron.

En realidad todo lo escrito que sale de acá tiene que ser sutil, porque a lo mejor, antes que vos, la carta la lee alguien. No sé, tu hermana o tu sobrinito.

No tenía hermana, tampoco sobrinito. Era evidente que ya sabíamos que la correspondencia se podía violar, en uno de los tantos atropellos de los militares hacia los conscriptos. El Servicio Militar Obligatorio funcionaba como una maquinaria para destruir voluntades y, para colmo, en el contexto de una dictadura que todavía no mostraba fisuras. Sin embargo, para Alberto, con la rebeldía propia de la edad y de su personalidad, siempre había un pequeño lugar por dónde escapar. En otra de sus cartas, me cuenta:

Acá la vida que se lleva es de robots, de personas que, en vez de cerebros, deben llevar puesto un número de matrícula; tenés que ser un autómata. Y te decía que hay algo casi increíble en mí –bah, no es tan increíble, conociéndome, y sin sobreestimarme–, y es que a pesar de todo, estoy –sigo– cultivando la bohemia.

¡La bohemia! A la distancia no pude menos que reírme y darle la razón. Porque, a pesar de que él estaba en la colimba, seguíamos charlando por carta como si estuviésemos en un bar en Adrogué. Comentando libros, películas, música o las notas de la revista Humor.

Facsímil. Uno de los textos de Alberto que Cecilia Blanco aún conserva.

Dolina decía que las parejas en su correspondencia trataban de camuflar, evitar o disimular ciertas cosas y frases. Remitiendo algún “te amo” a la PD, o a los “mi amor” entremezclados entre palabras para que no se noten tanto. Obviamente se refería a ciertas parejas de entre ciertos grupos de gente al cual suele hacer referencia. Y lo que notaba es que nosotros jamás tuvimos ni vergüenza ni pudor ni nada por el estilo en decirnos las cosas que sentíamos, ni cara a cara, ni papel a ojos.

Era verdad. Nuestras cartas destilaban besos y palabras dulces. Y no solamente eso. Atravesaba las páginas un deseo salvaje y a flor de piel. El de Alberto, casi desesperado:

Ganas de vos, de tus labios en mi boca, de tu aliento en mi cara, de mis dedos en tu piel, de los tuyos en la mía. Deseos de sentir el calor que juntos irradian nuestros cuerpos. Deseos de piernas entrelazadas.

El mío, sutil, describiéndome antes de ir a dormir: Me hubiese gustado que me veas, me hubieses dicho que era hermosa, me hubieses acariciado los pechos, pero no para hacer el amor sino tan solo porque me encontrabas hermosa, casi perfecta… Sin embargo, en una sociedad que sabía de represiones, era un deseo que ambos manteníamos oculto. Y vuelve a aflorar la rebeldía de Alberto, cuando dice:

A veces me agarra ganas de contarle a todo el mundo, o por lo menos a algunas personas, que hacemos el amor, que es hermoso, que te amo profundamente, que no te quiero “solo para eso” sino que, en todo caso, te quiero “también para eso”. ¿No creés que sería lindo poder decir totalmente sin tapujos esas y un montón de cosas más? No tiene mucho que ver, pero recordé el tema Imagine, y no precisamente la melodía que tiene. Vos fijate las cosas que escribía un tipo que fundamentalmente y ante todo, era un hombre inteligente.

Lennon, Spinetta, Bradbury, Machado, Prévert, María Elena Walsh, Oscar Wilde van surgiendo en las cartas como flores silvestres, casi sin querer. Eran marcas de época, como los primeros televisores a color, las revistas under y las películas que veíamos con cortes gracias a la censura. También lo era el tiempo que demoraba la comunicación epistolar. Por las fechas de los matasellos deduje que una carta tardaba aproximadamente una semana en llegar a destino. Muy de vez en cuando, “Entel le ganaba a Encotel” y Alberto conseguía llamar por teléfono a casa. Llamada que luego era narrada con todo detalle en la siguiente carta:

Ocurrió que desde que le di el número a la semiidiota de la telefonista hasta que me dijo que fuera a la cabina, me agarraron unos nervios que no podía ser, ¿sabés cómo me latía el corazón? Después, cuando sonó el teléfono, lo levanto y digo hola, me olvidé de todo lo previsto de antemano. El escucharte a vos. Eso solo bastó para que lo que tenía preparado sea completamente olvidado. Tenés una voz hermosa. Sí, flaquita linda, no sabés qué bien suena en mi oído. Lo mismo que sentir tu risa. Sentir cada palabra.

La relación entre los dos se había transformado en eso, en una catarata de palabras. A veces podían ser muy pocas y escritas a los apurones en una tarjeta, como modestísimo regalo del primer aniversario como novios.

¿Te llegó la tarjeta? ¿Te gustó? Revolví todo Lomas para encontrarla y, aunque no me convencía del todo, era de lo mejorcito. Las demás tenían una “parejita” o una frase cursi o un dibujo pavo. Espero que haya llegado más o menos en fecha. ¡Ah! Y disculpá la no muy original frase que puse, pero la escribí en el correo, apurada porque cerraba. No es mucho, pero es el único regalo que podía mandarte, junto con un beso, que no sé si lo viste.

Papeles besados, dibujitos en los márgenes, miles de postdatas que estiraban el doloroso e inevitable momento del punto final. A tantos años de estas cartas, y tan desacostumbrada como estoy a leerlas (y ni qué decir, a escribirlas) me sentí como en un viaje en el tiempo. Pasé toda aquella tarde de pandemia leyendo las 39 cartas, en orden, como si se tratara de una novela en capítulos. A veces me reía y otras paraba a secarme las lágrimas que no me dejaban seguir. Volví a recordar lo vivido con una intensidad que, creo, solo puede transmitir una correspondencia. Nadie escribe una carta para “el público”. Uno tiene un destinatario concreto al que le abre su corazón, porque sabe que del otro lado se esperan sus palabras con ansias. Por eso es que, quizás, cuando un noviazgo termina, las cartas se rompen o se devuelven. Raramente se guardan.

Nuestro noviazgo había empezado en el último año de la escuela secundaria y llevaba algo así como diez meses cuando Alberto entró en la colimba. No duramos mucho. La ruptura definitiva se produjo en una de las salidas de fin de semana de Alberto, por ese entonces trasladado a una base en Bahía Blanca. Sin embargo, y para mi sorpresa como lectora, la correspondencia entre nosotros siguió —con otro tono, pero con la misma intensidad—, tratando de recuperar lo que ya ambos sabíamos: un cariño más allá de todo.

Voy a hablar de un tema difícil. Pero como es algo, digamos, superado, lo hablo. Se trata de “nosotros”. Y te cuento mis sentimientos hacia vos. Fundamentalmente te considero una amiga, una gran amiga. Y nosotros sabemos qué valor tiene la amistad, como para otorgar ese título. Entonces puedo decir tranquilamente que te quiero, como te dijera aquella tarde, la de “la despedida”.

Meses después llega el desembarco en Malvinas, el traslado de Alberto a la base de Río Grande y la falta de comunicación entre nosotros, involuntaria. Mis cartas se pierden… o no se las dan. En mi desesperación, le envío una a la casa de sus padres, con una poesía de Almafuerte, que en sus últimos versos dice “Todo lo incurable tiene cura /cinco segundos antes de la muerte.” La guerra pasa entre nosotros sin que la nombremos, pero con una terrible omnipresencia. Terminado el conflicto, cuando puede volver a escribirme, Alberto reflexiona:

A mí hubo algo, chiquitito, ínfimo, que me ayudó de una forma increíble. Como espero que te sirva, te lo paso: “Nunca odies a tu enemigo, sino eres en parte esclavo de él. Nunca tu odio será mejor que tu paz.”

Frank Kafka, en sus famosas Cartas a Milena, dice que “escribir cartas es desnudarse antes los fantasmas”. Y yo, de manera inconsciente, me apropié de sus palabras cuando le digo al que fue mi novio:

A esta altura de la carta me siento como si estuviese desnuda. Estaría de más agradecerte algo, desearte algo, mandarte algo… ¡qué sé yo! Me gustaría únicamente poder volvernos a comunicar personalmente. Que superemos ciertas fallitas mutuas y podamos seguir unidos, que busquemos la forma de estarlo… y si al mundo no le gusta, que se vaya a la mierda.

En julio de 1982 a Alberto le dieron la baja de la colimba. A partir de ese entonces, nunca más nos escribimos cartas, pero nuestra amistad continuó a lo largo de los siguientes años. De una manera profética, lo que decía en mi última carta se cumplió, porque encontramos la manera de seguir unidos.

La adolescencia fue una época que nos marcó a fuego, como le pasa a todas las personas. Encontrarme con ella de una manera tan directa a través de unas cartas de las que ni recordaba su existencia, fue como zambullirme de cabeza en el pasado. Me volví a leer, que es lo mismo que verse otra vez, a los dieciocho años, con toda la vida por delante. Con conflictos, deseos, ilusiones, proyectos y… ¡tan enamorada! En eso no cambié. Creo que uno no cambia en su esencia. Lo que sí cambió, y cómo, es el mundo en que vivimos. Pienso en los adolescentes de hoy, en la manera que tienen de comunicarse, de relacionarse con sus parejas. Pienso también en esta época llena de ansiedad por recibir respuestas inmediatas, desbordante de estímulos y posibilidades, deseosa de mostrar todo el tiempo a los demás la más mínima de las intimidades por las redes sociales. En ese contexto, las cartas -esas que me mandaba con Alberto o cualquier otra- son casi piezas de arqueología. Solo basta pensar en el tiempo que llevaba escribirlas. Cómo buscábamos la manera de darle forma a las ideas y los sentimientos eligiendo las palabras. La escritura a mano, la letra nerviosa o florida, lo tachados, los dibujitos. Había que doblar el papel prolijo para que entrara en el sobre. Luego todavía quedaba ir al correo, pagar, pegarle las estampillas, volver a la ventanilla para que sellen el sobre y meterla en el buzón. Y después, a esperar, porque la respuesta podría tardar días e incluso meses. Recuerdo estar mirando por la ventana del living e ilusionarme cuando el cartero frenaba su bicicleta en la puerta de mi casa, allá en José Mármol. No tengo nostalgia por cosas del pasado… pero ahora me doy cuenta de que la excepción es haber perdido ese ritual de enviar y recibir cartas.

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Cecilia Blanco nació y vivió siempre en el sur del conurbano bonaerense. Es licenciada en Periodismo y durante muchos años trabajó en revistas y programas de radio. En 2011 dejó los medios para dedicarse a escribir literatura infantil. Tiene más de treinta libros publicados en distintas editoriales. Con ellos ha ganado algunos premios pero, sobre todo, muchas satisfacciones. Le encanta recorrer escuelas para encontrarse con sus lectores, hacer talleres literarios y editar a otros escritores. Cuando encontró las cartas del que fue su novio de la adolescencia pensó en publicarlas. Su actual pareja, sus hijos y un par de amigos entusiastas la apoyaron en la locura y así nació “Cartas a la novia del soldado”, un libro autogestionado que se puede conseguir contactando a su autora. IG @ceciliablanco10

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